Varios habitantes de Sevilla, Preciosilla y el canónigo conversan sobre temas cotidianos en la taberna de tío Paco. Cotillean sobre don Álvaro y su relación con Leonor.
Doña Leonor planea escaparse con don Álvaro, acompañada de su criada Curra y el esposo de ésta, Antonio. Tiene dudas sobre su decisión, debido a la oposición de su padre. Llega don Álvaro, y le expone sus dudas. Mientras tanto llega su padre, el Marqués de Calatrava, y contempla la escena. Se enzarza en una discusión con ambos, y se pelea con su hija. Don Álvaro saca una pistola y le pide al marqués que lo mate. Éste se niega, y don Álvaro deja caer la pistola, que se dispara sola y mata al marqués.
En una taberna de la villa de Hornachuelos, un estudiante, amigo de don Carlos y don Alfonso, hijos del marqués de Calatrava, comenta la intención de éstos de vengar la muerte de su padre. Leonor, allí presente, lo escucha y se escapa. Huye al convento de los Ángeles, donde pide al padre guardián refugio en el convento, y éste se lo concede.
En Veletri, don Carlos juega una partida de cartas con unos oficiales del ejército. Éstos creen que ha(ce) trampas y se pelean. Don Álvaro, allí presente, huido a Italia, lo escucha y va en su ayuda. Hace huir a los oficiales y se hace amigo de don Carlos, aunque ocultando ambos su verdadera identidad.
En la guerra hieren a don Álvaro, y don Carlos lo auxilia y lleva al cirujano para que lo cure. Don Álvaro le pide que queme una caja que está dentro de su maleta, que contiene papeles importantes. Y al hacerlo don Carlos ve un retrato de su hermana Leonor, y descubre quién es su amigo en realidad. Cuando don Álvaro se recupera, Carlos le revela quién es, se pelean y muere don Carlos. Detienen a don Álvaro por ello, y es condenado a pena de muerte. Pero hay rebelión en el ejército, y lo dejan sin vigilancia y escapa.
Características
La prosa romántica recoge las características generales del Romanticismo.
· Exaltación del yo. Se expresan los temas desde un subjetivismo y es importante lo individual. Se expresan emociones y sentimientos.
· Libertad. El hombre defiende su derecho a ser libre y rechaza las normas.
· Nacionalismo. Los autores muestran un apego a la nación, a su país.
· Evasión. Puesto que están insatisfechos con el mundo que le rodea, se evaden a mundos medievales, legendarios y remotos.
· Descripciones de la naturaleza con un carácter dinámico. Las tormentas y los lugares desolados muestran el interior triste y melancólico del poeta.
· Imaginación. Les atrae lo imaginativo, lo original.
· Irracionalidad y muerte. Gusto por la muerte, lo irracional y el más allá. En las obras aparece la muerte, lo macabro y lo grotesco.
La novela histórica
Fruto de la evasión y del gusto por lo lejano de estos autores, nace un tipo de novela denominada novela histórica, en la que el escritor desarrolla una sucesión de hechos enmarcados en un acontecimiento histórico real. Es decir, se mezcla la ficción y historia. Estos acontecimientos suelen estar inspirados en la Edad Media.
El autor europeo más importante que compone novela histórica esWalter Scott, que destaca por su obra Waverley, Ivanhoe o Rob Roy. Otros autores son Alejandro Dumas, con Los tres mosqueteros, Víctor Hugo, que compone Los miserables y Mary Shelley, famosa por su novela Frankestein.
LA PROSA ROMÁNTICA ESPAÑOLA
Dentro de la prosa del Romanticismo español, vamos a destacar fundamentalmente dos subgéneros: la novela histórica y el cuadro de costumbres.
La novela histórica
Como ya hemos explicado, la novela histórica es un tipo de novela en la que los hechos que suceden a los protagonistas se encuentran situados dentro de un acontecimiento o momento histórico real.
El autor más importante de la novela histórica en España es Enrique Gil y Carrasco, que alcanza la fama con su obra El señor de Bembibre. La obra comienza así:
En una tarde de mayo de uno de los primeros años del siglo XIV, volvían de la feria de San Marcos de Cacabelos tres, al parecer, criados de alguno de los grandes señores que entonces se repartían el dominio del Bierzo (...)
Junto a Gil y Carrasco y su obra, debemos añadir también la obraSancho Saldaña, de José de Espronceda, que igualmente narra los amores frustrados de los protagonistas.
El costumbrismo es una tendencia artística en la que la obra de arte busca reflejar las costumbres de la sociedad.
En literatura, el cuadro de costumbres, es un tipo de texto breve que muestra acciones sencillas de la vida cotidiana con personajes reales y creíbles. Predomina la descripción de los personajes y los lugares y se defiende lo tradicional frente al progreso.
Los autores más importantes del costumbrismo literario en España son Ramón de Mesonero Romanos (Escenas matritenses) y Serafín Estebánez Calderón (Escenas andaluzas)
Mariano José de Larra
Mariano José de Larra nació en Madrid, aunque pasó gran parte de su infancia en Francia. Fue escritor, periodista y político y es uno de los máximos exponentes del Romanticismo literario.
Escribió cuadros de costumbres, artículos periodísticos, un drama histórico Macías, obras poéticas y una novela histórica El doncel de don Enrique el Doliente, ambientada en la Edad Media.
Sus artículos se pueden clasificar en:
· Artículos de costumbres. Larra reflexiona sobre la situación cultural y los valores de la sociedad española.
· Artículos políticos. Critica tanto a los carlistas y partidarios del absolutismo como a los liberales.
· Artículos de crítica literaria. En estos artículos se refleja la formación ilustrada del escritor.
"VUELVA USTED MAÑANA"
El Pobrecito Hablador, nº 11, enero de 1833
Gran persona debió de ser el primero que
llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que
ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos
más serios de lo que nunca nos habíamos
propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas
investigaciones acerca de la historia de
este pecado, por más que conozcamos que hay
pecados que pican en historia, y que la historia
de los pecados sería un tanto cuanto divertida.
Convengamos solamente en que esta institución
ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más
de un cristiano.
Estas reflexiones hacía yo casualmente no
hace muchos días, cuando se presentó en mi
casa un extranjero de estos que en buena o en
mala parte han de tener siempre de nuestro país
una idea exagerada e hiperbólica, de estos que o
creen que los hombres aquí son todavía los
espléndidos, francos, generosos y caballerescos
seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus
nómadas del otro lado del Atlante: en el primer
caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el
segundo vienen temblando por esos caminos, y
preguntan si son los ladrones que los han de despojar
los individuos de algún cuerpo de guardia
establecido precisamente para defenderlos de los
azares de un camino, comunes a todos los países.
Verdad es que nuestro país no es de aquellos
que se conocen a primera ni segunda vista, y si
no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo
compararíamos de buena gana a esos juegos de
manos sorprendentes e inescrutables para el que
ignora su artificio, que estribando en una grandí-
sima bagatela, suelen, después de sabidos dejar
asombrado de su poca perspicacia al mismo que
se devanó los sesos por buscarles causas
extrañas. Muchas veces la falta de una causa
determinante en las cosas nos hace creer que
debe de haberlas profundas para mantenerlas al
abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo
del hombre, que más quiere declarar en alta voz
que las cosas son incomprensibles cuando no las
comprende él, que confesar que el ignorarlas
puede depender de su torpeza.
Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia
de los verdaderos resortes que nos mueven,
no tendremos derecho para extrañar que los
extranjeros no las puedan tan fácilmente penetrar.
Un extranjero de éstos fue el que se presento
en mi casa, provisto de competentes cartas
de recomendación para mi persona. Asuntos
intrincados de familia, reclamaciones futuras, y
aún proyectos vastos concebidos en París de
invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual
especulación industrial o mercantil, eran los
motivos que a nuestra patria le conducían.
Acostumbrado a la actividad en que viven
nuestros vecinos, me aseguró formalmente que
pensaba permanecer aquí muy poco tiempo,
sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro
en que invertir su capital. Parecióme el extranjero
digno de alguna consideración, trabé presto
amistad con él y lleno de lástima traté de persuadirle
a que se volviese a su casa cuanto antes,
siempre que seriamente trajese otro fin que no
fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y
fue preciso explicarme más claro. «Mirad, le
dije Mr. Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar
en ellos vuestros asuntos. —Ciertamente, me
contestó. Quince días, y es mucho. Mañana por
la mañana buscamos un genealogista para mis
asuntos de familia; por la tarde revuelve sus
libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya
sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones,
pasado mañana las presento fundadas en los
datos que aquél me dé, legalizadas en debida
forma; y como será una cosa clara y de justicia
innegable (pues solo en este caso haré valer mis
derechos), al tercer día se juzga el caso y soy
dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones,
en que pienso invertir mis caudales, al cuarto
día ya habré presentado mis proposiciones.
Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas
en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo
y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid;
descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento
en la diligencia, si no me conviene estar más
tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me
sobran de los quince, cinco días.»
Al llegar aquí Mr. Sans-délai traté de
reprimir una carcajada que me andaba retozando
ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue
bastante a impedir que se asomase a mis labios
una suave sonrisa de asombro y de lástima que
sus planes ejecutivos me sacaban al rostro, mal
de mi grado. «Permitidme, Mr. Sans-délai, le
dije entre socarrón y formal, permitidme que os
convide a comer para el día en que llevéis quince
meses de estancia en Madrid. —¿Cómo? —
Dentro de quince meses estáis aquí todavía.
—¿Os burláis? —No por cierto. —¿No me
podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la
idea es graciosa! —Sabed que no estáis en vuestro
país activo y trabajador. — ¡Oh!, los españoles
que han viajado por el extranjero han adquirido
la costumbre de hablar mal de su país por
hacerse superiores a sus compatriotas.-Os aseguro
que en los quince días con que contáis no
habréis podido hablar siquiera a una sola de las
personas cuya cooperación necesitáis. -¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi
actividad. —Todos os comunicarán su inercia.»
Conocí que no estaba el señor de Sansdélai
muy dispuesto a dejarse convencer sino
por la experiencia, y callé por entonces, bien
seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí.
Amaneció el día siguiente, y salimos
entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo
se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y
de conocido en conocido: encontrámosle por fin,
y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación,
declaró francamente que necesitaba
tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho
favor nos dijo definitivamente que nos diéramos
una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme
y marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.
«Vuelva usted mañana, nos respondió la criada,
porque el señor no se ha levantado todavía. —
Vuelva usted mañana, nos dijo al siguiente día,
porque el amo acaba de salir. —Vuelva usted
mañana, nos respondió el otro, porque el amo
está durmiendo la siesta. —Vuelva usted mañana,
nos respondió el lunes siguiente, porque hoy
ha ido a los toros.» ¿Qué día, a qué hora se ve a
un español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted
mañana, nos dijo porque se me ha olvidado.
Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.»
A los quince días ya estuvo; pero mi amigo
le había pedido una noticia del apellido Díez, y
él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi
amigo, desesperado ya de dar jamás con sus
abuelos.
Es claro que faltando este principio no
tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de
varios establecimientos y empresas utilísimas
pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor;
de mañana en mañana nos llevó hasta el
fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero
diariamente para comer, con la mayor urgencia;
sin embargo, nunca encontraba momento oportuno
para trabajar. El escribiente hizo después otro
tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras,
porque un escribiente que sepa escribir no le hay
en este país.
No paró aquí; un sastre tardó veinte días
en hacerle un frac que le había mandado llevarle
en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con
su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora
necesitó quince días para plancharle una
camisola; y el sombrerero a quien le había
enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos
días con la cabeza al aire y sin salir de casa.
Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni
respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y
qué exactitud!
«¿Qué os parece de esta tierra, Mr. Sansdélai?,
le dije al llegar a estas pruebas. —Me
parece que son hombres singulares... —Pues así
son todos. No comerán por no llevar la comida a
la boca.»
Presentóse con todo, yendo y viniendo
días, una proposición de mejoras para un ramo
que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente.
A los cuatro días volvimos a saber el éxito
de nuestra pretensión. «Vuelva usted mañana,
nos dijo el portero. El oficial de la mesa no ha
venido hoy. —Grande causa le habrá detenido»
dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos
encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la
mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta
con su señora al hermoso sol de los inviernos
claros de Madrid.
Martes era al día siguiente, y nos dijo el
portero: «Vuelva usted mañana, porque el señor
oficial de la mesa no da audiencia hoy. —
Grandes negocios habrán cargado sobre él», dije yo. Como soy el diablo y aún he sido duende,
busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero
de una cerradura. Su señoría estaba echando
un cigarrito al brasero, y con una charada del
Correo entre manos que le debía costar trabajo
el acertar. «Es imposible verle hoy, le dije a mi
compañero; su señoría está en efecto ocupadísimo.»
Dionos audiencia el miércoles inmediato,
y, ¡qué fatalidad!, el expediente había pasado a
informe, por desgracia a la única persona enemiga
indispensable de monsieur y de su plan, porque
era quien debía salir en él perjudicado.
Vivió el expediente dos meses en informe, y
vino tan informado como era de esperar. Verdad
es que nosotros no habíamos podido encontrar
empeño para una persona muy amiga del informante.
Esta persona tenía unos ojos muy hermosos,
los cuales sin duda alguna le hubieran convencido
en sus ratos perdidos de la justicia de
nuestra causa.
Vuelto de informe se cayó en la cuenta en
la sección de nuestra bendita oficina de que el
tal expediente no correspondía a aquel ramo; era
preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo establecimiento y mesa correspondientes, y
hétenos caminando después de tres meses a la
cola siempre de nuestro expediente, como hurón
que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto
ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí
que el expediente salió del primer establecimiento
y nunca llegó al otro. «De aquí se remitió con
fecha tantos, decían en uno. —Aquí no ha llegado
nada, decían en otro. —¡Voto va!, dije yo a
Mr. Sans-délai; ¿sabéis que nuestro expediente
se ha quedado en el aire como el alma de
Garibay, y que debe de estar ahora posado como
una paloma sobre algún tejado de esta activa
población?»
Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empe-
ños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio! «Es
indispensable, dijo el oficial con voz campanuda,
que esas cosas vayan por sus trámites regulares.»
Es decir, que el toque estaba como el toque
del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente
tantos o cuantos años de servicio.
Por último, después de cerca de medio
año de subir y bajar, y estar a la firma, o al
informe, o a la aprobación, o al despacho, o
debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: «A
pesar de la justicia y utilidad del plan del
exponente, negado.» —«¡Ah, ah! Mr. Sans-délai,
exclamé riéndome a carcajadas; éste es nuestro
negocio.» Pero Mr. Sans-délai se daba a todos
los oficinistas, que es como si dijéramos a todos
los diablos. «¿Para esto he echado yo mi viaje
tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido
sino que me digan en todas partes diariamente:
Vuelva usted mañana, y cuando este
dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente
que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y
vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga
más enredada se haya fraguado para oponerse a
nuestras miras. —¿Intriga, Mr. Sans-délai? No
hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga.
La pereza es la verdadera intriga; os juro que
no hay otra: ésa es la eran causa oculta: es más
fácil negar las cosas que enterarse de ellas.»
Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio
algunas razones de las que me dieron para la
anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión.
«Ese hombre se va a perder, me decía un
personaje muy grave y muy patriótico. —Esa no es una razón, le repuse: si él se arruina, nada se
habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará
el castigo de su osadía o de su ignorancia.
—¿Cómo ha de salir con su intención? —Y
suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse;
¿no puede uno aquí morirse siquiera sin
tener un empeño para el oficial de la mesa? —
Puede perjudicar a los que hasta ahora han
hecho de otra manera eso mismo que ese señor
extranjero quiere. ¿A los que lo han hecho de
otra manera, es decir, peor? —Sí, pero lo han
hecho. —Sería lástima que se acabara el modo
de hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siempre
se han hecho las cosas del modo peor posible,
será preciso tener consideraciones con los
perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si
podrían perjudicar los antiguos al moderno. —
Así está establecido ; así se ha hecho hasta aquí;
así lo seguiremos haciendo. —Por esa razón
deberían darle a usted papilla todavía como
cuando nació. —En fin, señor Fígaro, es un
extranjero. —¿Y por qué no lo hacen los naturales
del país? —Con esas socaliñas vienen a
sacarnos la sangre. —Señor mío, exclamé, sin
llevar más adelante mi paciencia; está usted en
26
un error harto general. Usted es como muchos
que tienen la diabólica manía de empezar siempre
por poner obstáculos a todo lo bueno, y el
que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco
orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar
todo y no reconocer maestros. Las naciones que
han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no
han encontrado otro remedio que el de recurrir a
los que sabían más que ellas.»
Un extranjero, seguí, que corre a un país
que le es desconocido, para arriesgar en él sus
caudales, pone en circulación un capital nuevo,
contribuye a la sociedad, a quien hace un
inmenso beneficio con su talento y su dinero. Si
pierde, es un héroe; si gana es muy justo que
logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona
ventajas que no podíamos acarrearnos
solos. Este extranjero que se establece en este
país no viene a sacar de él el dinero, como usted
supone; necesariamente se establece y se arraiga
en él, y a la vuelta de media docena de años, ni
es extranjero ya, ni puede serlo; sus más caros
intereses y su familia le ligan al nuevo país que
ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha
hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus
nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha
venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole
y haciéndole producir; ha dejado otro
capital de talento, que vale por lo menos tanto
como el del dinero; ha dado de comer a los
pocos o muchos naturales de quien ha tenido
necesariamente que valerse; ha hecho una mejora,
y hasta ha contribuido al aumento de la
población con su nueva familia. Convencidos de
estas importantes verdades, todos los Gobiernos
sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros:
a su grande hospitalidad ha debido siempre
la Francia su alto grado de esplendor; a los
extranjeros de todo el mundo que ha llamado la
Rusia ha debido el llegar a ser una de las primeras
naciones en muchísimo menos tiempo que el
que han tardado otras en llegar a ser las últimas;
a los extranjeros han debido los Estados
Unidos..., pero veo por sus gestos de usted, concluí
interrumpiéndome oportunamente a mí
mismo, que es muy difícil convencer al que está
persuadido de que no se debe convencer. ¡Por
cierto si usted mandara podríamos fundir en
usted grandes esperanzas!» Concluida esta filípica, fuime en busca de
mi Sans-délai. «Me marcho, señor Fígaro, me
dijo: en este país no hay tiempo para hacer nada;
sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital
de más notable.
—¡Ay!, mi amigo, le dije, idos en paz, y
no queráis acabar con vuestra poca paciencia;
mirad que la mayor parte de nuestras cosas no
se ven. —¿Es posible? —¿Nunca me habéis
de creer? Acordaos de los quince días...» Un
gesto de Mr. Sans-délai me indicó que no le
había gustado el recuerdo.
«Vuelva usted mañana, nos decían en
todas partes, porque hoy no se ve. —Ponga
usted un memorialito para que le den a usted un
permiso especial.» Era cosa de ver la cara de mi
amigo al oír lo del memorialito: representábasele
en la imaginación el informe, y el empeño, y los
seis meses, y... Contentóse con decir: Soy
extranjero. ¡Buena recomendación entre los
amables compatriotas míos! Aturdíase mi amigo
cada vez más, y cada vez nos comprendía
menos. Días y días tardamos en ver las pocas
rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después
de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi
recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra,
y dándome la razón que yo ya antes me
tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes
de nuestras costumbres; diciendo sobre todo,
que en seis meses no había podido hacer otra
cosa sino volver siempre mañana, y que a la
vuelta de tanto mañana, enteramente futuro, lo
mejor o más bien lo único que había podido
hacer bueno había sido marcharse.
¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que
has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá
razón el buen Mr. Sans-délai en hablar mal
de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de
que vuelva el día de mañana con gusto a visitar
nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para
mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy:
si mañana u otro día no tienes, como sueles,
pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu
bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las
hojas que tengo que darte todavía, te contaré
cómo a mí mismo que todo esto veo y conozco
y callo mucho más, me ha sucedido muchas
veces, llevado de esta influencia, hija del clima
y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión
empezada, y las esperanzas de más de
un empleo, que me hubiera sido acaso, con
más actividad, poco menos que asequible;
renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita
justa o necesaria, a relaciones sociales que
hubieran podido valerme de mucho en el transcurso
de mi vida; te confesaré que no hay negocio
que no pueda hacer hoy que no deje para
mañana; te referiré que me levanto a las once, y
duermo siesta; que paso haciendo quinto pie de
la mesa de un café hablando o roncando, como
buen español, las siete y las ocho horas seguidas;
te añadiré que cuando cierran el café me
arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque
de pereza no tengo más que una), y un cigarrito
tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando
sin cesar, las doce o la una de la madrugada;
que muchas noches no ceno de pereza, y
de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi
alma, te declaré que de tantas veces como estuve
en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y
siempre fue de pereza.
Y concluyo por hoy confesándote que ha
más de tres meses que tengo, como la primera
31
entre mis apuntaciones, el título de este artículo,
que llamé Vuelva usted mañana; que todas las
noches y muchas tardes he querido durante todo
este tiempo escribir algo en él, y todas las
noches apagaba mi luz, diciéndome a mí mismo
con la más pueril credulidad en mis propias
resoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gracias
a que llegó por fin este mañana, que no es
del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no
ha de llegar jamás!
El artículo "Vuelva usted mañana", escrito por Mariano José de Larra, fue publicado en El pobrecito Hablador el 14 de enero de 1833.
Vuelva usted mañana es un artículo donde el protagonista es Monsieur Sans-délai, un francés que ha venido a España para reclamar unas propiedades, presentar unas propuestas de negocio y visitar Madrid. Cuando Sans-délai pretende resolver sus asuntos en quince días, Larra, conocedor del carácter de los españoles, le advierte que va a necesitar unos cuantos meses.
El pronóstico de Fígaro, seudónimo utilizado por Larra, empieza a cumplirse inmediatamente. La pereza e ineptitud de un amplio repertorio de personajes impedirá la realización de todos los proyectos de este señor, el cual terminará dando la razón a Fígaro sobre el modo de ser de los españoles.
Vuelva usted mañana sigue, en general, la estructura común de los artículos de Larra: se inicia con una introducción a la que sigue el desarrollo de la trama y finaliza con una conclusión.
En la introducción, que va desde el principio del artículo hasta la línea 54. Larra presenta el tema del que hablará, así como su personaje. Este señor se encuentra en Madrid para hacer unos trámites, que según él tardará en finalizarlos unos quince días. Pero Larra, que conoce el carácter de los españoles, se burla de él y le advierte de que estará mucho más tiempo. A continuación encontramos el desarrollo, que va de la línea 54 hasta la 212, donde Larra nos explica las vivencias del señor Sans-délai, al que acompaña a hacer sus gestiones. Larra, conocedor de la espera, se lo toma con humor viendo que las gestiones sobrepasan el tiempo previsto para cada una. El retraso viene acompañado de excusas increíbles por parte de las instituciones para eludir sus responsabilidades y no hacer su trabajo. Larra lo resume con la frase: “Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca”. Para finalizar, encontramos la conclusión, que va de la línea 213 hasta el final. Terminados los 6 meses, Sans-délai no ha conseguido más que le repitan la frase: vuelva usted mañana. En esta parte, Larra utiliza una frase idónea para el resumen: “no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana”.
En este artículo Larra adopta la posición de narrador y personaje secundario que cuenta los hechos a los que ha asistido en primera persona.
La intencionalidad de este artículo es retratar el modo de ser y las costumbres de una serie de personajes que representan al conjunto de la sociedad. A partir de un hecho concreto, Larra, como hace en tantos de sus artículos, muestra cómo es el conjunto de la sociedad española, una sociedad atrasada y poco moderna; un país de gandules, en el que la burocracia es lenta y desesperante. De hecho, el tema que aborda Larra es absolutamente vigente, pues hoy en día la burocracia, especialmente la de las instituciones públicas, sigue siendo lenta.
La observación de los personajes tiene como objetivo conducir a unas conclusiones críticas que Larra expresa así: la pereza define el modo de ser de los españoles y reina en todas las clases sociales.
POESÍA ROMÁNTICA
El REALISMO (SEGUNDA MITAD SIGLO XIX)